miércoles, agosto 04, 2010

Mi primera vez


Bajaba las escaleras del centro comercial, cuyo nombre no recuerdo pero que en su interior funcionaba Argenper, una courier peruana con oficinas en Buenos Aires. Sostenía en mi mano la primera carta que mi madre me escribía desde que partí de casa el 27 de Noviembre de 1997.

La sostenía y miraba con atención la letra de mi Ma', su inconfundible caligrafía escrita en el clásico sobre blanco con bordes blanquirojos, que me remontaba a las innumerables veces que vi sobres como ese con correspondencia de mis abuelos y la contestación que les hacía mi madre utilizando este sobre emblema del Perú.

Bajaba las escaleras y de pronto, dos sujetos con apariencia de ciudadano común me impiden el paso para solicitarme mis documentos. Recordando que es mejor solicitar identificación a un desconocido antes que yo muestre la mía, les dije: - su identificación - e inmediatamente me mostraron sus placas diciendo - Policía Federal - fue grande mi sorpresa y saque mi pasaporte, en el que figuraba hasta tres meses de estadía de manera legal y segura.

Confiado en que luego de revisar mi visado me podría retirar, sucedió todo lo contrario. Acompáñenos a la estación de policía - me dijeron - No me opuse pero les dije que no me parecía necesario ya que tenía mis papeles en orden y no hacía más de 15 días que había llegado a Argentina por primera vez. Es sólo para comprobar si los datos son reales, no tardará más de 15 minutos. Bueno - dije - y me llevaron a la entrada de la galería ubicada en la Av. Corrientes en el barrio de Once, un barrio de capital federal en pleno centro de Buenos Aires y en cuyas veredas están apostados cientos de comerciantes ambulantes que en su mayoría son inmigrantes peruanos.

Parado en la puerta veo estacionado en la calle un patrullero y un camión parecido a los que utilizan las agencias de Prosegur o Hermes (camiones de caudales) pero pintados de azul y celeste, y con las iniciales PFA y el escudo de la república de La Argentina a los costados.

Otros policías estaban parados a las afueras y a mi lado se empezó a formar una fila de compatriotas. Me subieron en el patrullero y sentado atrás empecé a observar todo lo que me rodea. Estaba separado por una malla metálica, los asientos eran negros, el auto era un sedan cuatro puertas, de capó blanco y el resto azul y celeste. Eran dos los policías sentados en la parte delantera y conversaban entre ellos.

Mientras avanzaba por las calles, caí en cuenta de que estaba en un lugar muy diferente y aunque veía una ciudad moderna todo se me hacía tan extraño, tan ajeno a todo lo que antes conocí. La angustia entro en mi pecho, traté de mantener la calma pese a que no sabía lo que podría ocurrir.

¿Curioso no? era la primera vez en esa ciudad, fuera de mi país, sin familia y menudo problema en el que me encontraba. Yo vivía en la provincia de El Tigre, que está ubicada a 2.30 horas de viaje en colectivo de Capital Federal. Buenos Aires es tan grande que a todas las provincias de Bs As se les conoce como El Gran Buenos Aires.

Al cabo de unas vueltas por aquí y por allá, llegamos a la comisaría, pedí hacer mi llamada telefónica, en las películas policiacas que vi junto a mi papá esta era una constante. Todo detenido exige su llamada telefónica. Y así lo hice. El problema es que no sabía a aquién llamar, de hecho, con 15 días en un lugar desconocido, fuera de tu país y sin familiares ¿a quién va a llamar?
El único teléfono que tenía a la mano era del lugar donde vivía y me comunique con la que en esos años era mi pareja. Le di la noticia y eso fue todo.

Parado ante el oficial que me tomaba los datos, pensaba en la hora de salir y volver a casa, me refiero a la casa en la que viví allá. Pero había algo más, no tenía ni la menor idea de cómo haría para volver en cuanto este afuera, no conocía las rutas, no sabía que un colectivo es el micro que todos aquí conocemos, desconocía mi ubicación geográfica y con mucho esfuerzo recordaba como llegue hasta la galería que me condujo a esta situación.

Luego de llenar unas fichas me pidieron que pase a otro ambiente donde tuve que entregar mis documentos, la billetera, una pulsera de cartier bañada en oro rojo de 14 quilates, no sin antes sacar los pasadores a mi calzado. El lugar lucía prolijo, ordenado y con mucha iluminación, efectivos de azul por todos lados y una que otra mujer oficial. Hasta ahí, todo bien, pero luego pasé a un tercer ambiente, la luz se fue quedando atrás y un pasadizo dio paso a unas rejas. Unos barrotes gruesos, sucios y que a simple vista se veían muy pesados se abrieron. Había mucho eco en el lugar y un olor a humedad me dio la bienvenida.

La carceleta era muy oscura, la única entrada de luz se encontraba en la parte superior de la pared, pegada al techo, era una franja de más o menos cuatro metros de largo por treinta centímetros de ancho. Del otro lado estaba un pequeño patio por donde los policías cada tanto llamaban por su nombre a los presos que estaban conmigo. El área no era mayor a los treinta metros cuadrados y calculo que éramos 25 detenidos.

Uno de los detenidos me habló - y vos de donde sos - peruano, le dije. Tenía una pinta de peruano barrunto, con el criollismo y achoramiento que solo se aprende en la calles de cualquier lugar pobre de cualquier país del mundo, pero ahora mi querido paisano ya estaba sazonado con la cultura bonaerence, con ese dejo que Magaly Medina critica a cualquier peruano que con unas horas en tierras extranjeras reproduce un dejo disforzado y bamba. Yo cada tanto caigo por aqui, pero después te acostumbrás, de aquí nos largan, aseguró. Es cosa de unas horas o días.

Y por qué te detuvieron ¿le afanaste a alguien, seguro? - me preguntó - afanar es robar. No - le respodí - se supone que revisarán que mis datos sean reales y me voy. Pero las horas pasaban y yo seguía ahí, esperando a que me llamen para salir. Las paredes estaban pintadas de gris oscuro, decoradas con pintas, escupitajos, mocos y el piso era de cemento con olor a orín. Pensaba todo el tiempo en permanecer callado y evitar mirar a los ojos a los otros presos para no llamar la atención. Los que ya tenían más tiempo encerrados se bromeaban entre ellos, o se burlaban de otros.

Argentinos, peruanos, paraguayos y un chileno que fue el último en llegar ese día caminábamos con impaciencia, uno que otro intentaba dormir sobre el muro de cemento  que servía de banca y cama a la vez, uno se asoma por la reja para llamar a gritos al policía, pero nadie se acerca, hacen bulla golpeando los barrotes, pero nadie responde. No queda más que seguir moviendo la pierna y distraerse para suponer que el tiempo pasa rápido. Los más suertudos salían a las pocas horas sonriendo y deseándonos suerte.

Me di cuenta que todos recibieron visita y que por lo menos les trajeron algo que comer; llevaba más de cinco horas y nadie vino por mí. Pensaba en mi familia y en el porqué me está pasando esto ahora, acabo de terminar la carrera de publicidad, he sido una persona común, con una vida tranquila, sin vicios ni problemas con la justicia. Yo he sido bien educado ¿qué hago aquí? ¿Qué dirán mis padres se llegan a enterar?

Poco a poco la celda iba quedando holgada y la luz cada vez se hacía tenue, alrededor de las cuatro de la tarde escuché, Héctor Lozano, me puse de pie en el acto y avancé presuroso a la rejas, entre los barrotes el oficial me entrega media docena de empanadas, y me dice: un tal Jorge Asi te las envía. No recuerdo que me enviara algo de beber. Con mi paquete en mano me ubiqué en un lugar lo más alejado del resto para comer las empanadas, al abrirlo sólo habían tres, alguien se cobró una comisión.

La tarde caía y hasta el momento no me había animado a pararme en el muro para ver que había del otro lado, con esfuerzo lograba sostenerme de los barrotes para mirar aunque sea un instante el pequeño jardín. El lugar se tornó cada vez más frio y ya pensaba en como haría para dormir. Por las esquinas o junto a la pared habían botellas vacías y algunas con agua.

En todo momento traté de mantener una distancia física del resto, por cuestión de seguridad. La noche llegó y todos empezaron a delimitar la porción de terreno donde dormir. La mayoría prefirió el frio suelo, un par de ellos tenían unas frazadas que las colocaron sobre el suelo para abrigarse, los que no, como en mi caso, no teníamos más alternativa que esperar a que nuestro cuerpo caliente el suelo y meter las manos en los bolsillos, afortunadamente antes de partir de Perú, mi mamá me compró una casaca de jean Lee forrada por el interior con una franela a cuadros. No fue suficiente pero era afortunado ante otros que fueron detenidos en polo maga corta o shorts.

Era difícil conciliar el sueño y además tenía la vejiga llena, miraba al techo y no se porque todo era oscuro, que les cuesta pitar de blanco, aunque sea el techo, asi podría imaginar algunas ovejas para contar.

Como a media noche unos fuertes golpes en los barrotes nos despertaron, la luz del pasillo estaba encendida y nos hicieron formar fuera de la celda en fila, nos preguntaron nuestros nombres y pensé que nos dejarían salir, nos gritaban e insultaban constantemente, para luego regresarnos a la celda.
Yo seguía con ganas de orinar y le pedí al oficial ir al baño, ¿ves esas botellas? - me preguntó - úsalas - me dijo. En ese momento me di media vuelta para la celda y consternado me acerque hasta la pared para tomar una de esas botellas que había visto durante el día y ahora sé que lo que hay dentro no es agua.

No tenía otra alternativa, era mearme en los pantalones o en el suelo. Pensaba en la forma menos denigrante de orinar pero por otro lado tenía lo asqueroso de usar una botella llena de gérmenes y orines amarillentos. Busqué una que aunque no esté limpia por lo menos este vacía. Me di cuenta que Coca Cola es la marca de gaseosas que más se bebe en el mundo y lo comprobé esa noche, en esa celda, en la ciudad de Bueno Aires cuando tuve que bajarme la bragueta y embocar a prudente distancia, cual pileta de plazuela algo más de un minuto de constante agüita amarilla contenida a lo largo del día. Gracias Coca Cola. Luego de esto fui a echarme al suelo.

Los golpes en los barrotes volvieron al cabo de dos horas, era de madrugada y nos hicieron salir al pasillo a decir nuestros nombres, ya no tenía esperanza de ir a casa a esa hora, asi que no me hice ilusiones, nos formaron otra vez en fila y esta vez nos hicieron bajar nuestros pantalones. ¿Para qué? no tengo ni la menor idea, no soy aventajado pero soy presentable. Supongo que por eso no tuve mayores complicaciones, y volvimos todos adentro a intentar reconciliar el sueño perdido.

La luz se asomó por lo alto de la celda y tenía un fuerte dolor de espalda y caderas, me senté en el muro a esperar a que abrigue un poco la mañana, tenía seca la garganta y mucha sed. Al poco rato un oficial se acercó para sacar a otro afortunado, yo preguntaba a diferencia del primer día que a qué hora me sacarían, que ellos me dijeron 15 minutos y ya tenía un día encerrado, que no soy delincuente, que ya es un abuso lo que están haciendo conmigo y que me quiero ir. Pero esto a ellos no les interesa, cierra la boca, me decían y se marchaban.

Otros que llegaron después se fueron mucho antes y yo seguía esperando a que alguién me venga a buscar, una y otra vez me colgaba por lo alto de los barrotes que daban al patio a gritar ¡guardía, guardia! ¡Jefe! ¡Oficial! y solo el silencio me respondía. Por momentos me entristecía y pensaba en lo horrible que es estar encerrado privado de la libertad y lo peor de todo estar encerrado por ser peruano. No faltaron los ¡peruanos de mierda! ¡para que vienen! ¡ilegales! y demás muestras de cariño que te hacen sentir como en casa.

Eran casi la una de la tarde y por enésima vez un oficial se acerca a la reja, ya no muestro entusiasmo y me siento vencido, Héctor Lozano afuera, dice. Me pongo de pie y salgo de la celda diciendo adiós a los que se quedan dentro. Paso a buscar mis pertenencias y a revisar si los 20 pesos que tenía aún estaba ahí, obvio que no, algún oficial hijo de puta con abuso de autoridad cobró su comisión. Me puse la correa, los pasadores a mis zapatos, la pulsera cartier, tomé mi pasaporte no sin antes asegurarme que ese encierro involuntario, no quedaría registrado como antecedente policial.

Parado en el umbral de la calle no se hacia dónde ir, solo sé que vivo en El Tigre y empiezo a andar y en cada esquina pregunto donde tomo el colectivo que me llevará a casa. Alguien me dice - toma la 60 y te bajas en panamericana y ruta 147 - nunca más olvide esa dirección. De pie en la parada de buses veo que se acerca la 60, me subo, me ubico al final del bus y mirando por la ventana que el sol brilla contengo las ganas de llorar.

Fasala

1 comentario:

Harold dijo...

A la mier..coles fasalaa!! Que fea pasada con la gente argentina. No es que halla estado alla pero pero varios conocidos que me han aconcejado ni asomarme por zonas que hallan policias, no porque sea un mafioso o delincuente sino porque la policia allí es más corrupta de lo que uno puede llegar a pensar y crean que porque somos rateros o ilegales o narcos o dar cualquier otra razón para revisar tus papeles - que significa quiero plata - o simplemente pueden "tomarte de punto". Tampoco faltan los "patriotas" que creen que los paises estan para encerrarce en ellos y no dejar que los demás visiten el suyo. En serio me dan pena